lunes, 18 de noviembre de 2013

El estrés de la música clásica

Günter, con un ágil movimiento de melena, gira y se dirige al público. La orquesta ha defendido con algo más que dignidad la sinfonía número 5 de Prokofiev: los violines han estado inspirados, el viento ha brillado en los momentos de mayor compromiso, se espera una larga ovación. Él, como director, recibe en primer plano la respuesta del auditorio.

 

Los aplausos se escuchan, pero apenas se ven las manos. El público en pie les tapa. ¿Están en pie en homenaje a los maestros? ¡No! Se están levantando para irse, se ve que hay mucha prisa para llegar a ninguna parte.

 

"Pues yo no pienso moverme", contesto a mi pareja cuando me señala a las personas que intentan salir y que no pueden porque mis piernas se lo impiden. "Que se esperen y me dejen aplaudir en paz". Años de estudio, desde la infancia, el riesgo de elegir una profesión tan difícil, horas y horas de ensayos, concursos, competiciones y una ejecución impecable, creo que se merecen una ovación. Hace apenas un mes, en este mismo Palacio Euskalduna, nos vendieron un solista envuelto en marketing, que algún día, quizás, sea un gran intérprete, algún día, pero no hoy, y un auditorio abarrotado de neófitos se puso en pie. Hoy acudimos a una representación de nuestra orquesta, la sinfónica de Bilbao, con músicos experimentados y que se supera en cada representación, y huimos un segundo antes de que ejecuten la última nota.

 

Günter mantiene el tipo. Sigue sonriendo, señalando a los instrumentistas más destacados, entrando y saliendo, hasta que la situación se hace insostenible y toda la orquesta se retira.

 

Resignados, nosotros también nos levantamos y nos dirigimos a la cola del guardarropa, hoy especialmente larga. Aunque no tanto para una encantadora señora de avanzada edad, envuelta en una zorra muerta, que intenta acortar y colarse. "Lo lleva claro conmigo". Me mantengo clavada en mi posición, como si realmente me importara algo más que un pimiento avanzar o atrasarme un puesto en la fila. Pero estoy al borde del límite del aguante, por hoy ha sido suficiente: ya se me han colado en la cafetería, (en el vino del descanso, que se ha convertido en un atropellado vino de dos tragos, porque para cuando nos han servido había que volver a los asientos), han tosido, tarareado y desenvuelto caramelos durante el concierto, y ni siquiera lo hacen al ritmo de la música; el respeto es una palabra extinguida.

 

Sólo es cuestión de saber leer. Aquí, en el programa de cada concierto, lo dice, lo decía, bien claro:

Porque puede que, un día, Günter se harte, y no sonría, y mande cerrar las puertas a cal y canto hasta que hayan recibido el aplauso que merecen. O les lance la batuta con puntería certera, que es lo que se me pasaría a mí por la cabeza en su lugar. O las dos cosas, porque, desde luego, que a este público grosero y prepotente, falta les hace.

 

Nota: al buscar el programa de mano del concierto de este viernes, para sacar una foto de las instrucciones educativas, me he encontrado con la sorpresa de que ya no aparecen en esta temporada (la foto es de un programa del año pasado). ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Han pensado que ya estábamos educados, o nos dejan por ser un caso imposible?

 

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