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sábado, 2 de febrero de 2013

Parte 7: vagueando por el valle de Iya. Y tú, ¿tienes trabajo?

Amanece un nuevo día soleado en Kazurabashi. Todavía estamos en mayo, pero ese famoso tórrido, húmedo y aplastante calor nipón empieza a insinuarse. Aún así, se puede comenzar la mañana contemplando las cimas boscosas desde el onsen. O paseando a orillas del río, buscando las sombras, pero sin despistarme de la hora del único autobús que se atreve a serpentear por aquí.





No, estos no son de los míos, una pena.


Una charleta sobre mi exótica costumbre de caminar (les parece realmente raro a las chicas de la recepción), regalitos de despedida (postal y caramelos) y me empaquetan en el autobús. Previamente me han hecho el infinito favor de llamar al siguiente onsen, para que bajen a buscarme a la carretera, y también le indican al conductor dónde me tiene que depositar. No me ofendo, no me apetece nada perderme por estos valles, con puentes de lianas entre un barranco y otro, poblados de descendientes de un clan de samurais. Imaginaos, menudo guión para un dorama: mujer europea armada con una mochila roja se desmaya por el calor mientras camina entre recónditas montañas del Japón profundo y, al despertar, se encuentra en una aldea del siglo XVII, le encasquetan un kimono de faena y hala, a barrer tatamis. Algo manido, tal vez.

De vuelta en el planeta Tierra, avanzo por minúsculas aldeas hacia mi destino. Casas forradas de retales de chapa y madera se apoyan unas en otras, al borde de la carretera, aprovechando un momento de respiro de las laderas. Minúsculas, y, quién lo diría, habitadas, aunque no acierto a ver a nadie menor de 80 años. Los aldeanos van subiendo en paradas innumerables; ágiles hombres y mujeres, que quizá vengan del médico, o simplemente toman el autobús para comprobar que el resto del mundo existe. Me relajo oyéndoles hablar, es una auténtica gozada escuchar sus acentos, la música de sus conversaciones. Me acompañan hasta que llego a mi destino, un punto en medio de la nada, y me apeo. Un chico del いやしの温泉きょう (Iyashino onsen kyou) está esperándome. Confirman que yo soy el paquete a recoger y, en riguroso silencio, subimos al onsen.

El Iyashino es un onsen moderno, en medio de una ladera, grande (mucho, muy grande y espacioso) y con estructuras de madera. Tal vez no sea tan famoso ni esté tan bien situado como el Kazurabashi onsen (que no sólo estaba lleno de huéspedes, sino que cada poco llegaban autobuses cargados de turistas ansiosos por darse un baño), pero no le desmerece en absoluto, es de lo más recomendable. Está relativamente cerca del monte Tsurugi san, así que, si se dispone de vehículo, sería un lujazo aterrizar por aquí al bajar.
Ya he dejado claro que lo mío, por una vez, iba de vagoneo, reconozco que forzoso (hice averiguaciones sobre transporte para el Tsurugi, pero infructuosas). Veréis que, si se trataba de relajarse, el hotel lo pone en bandeja:

Enooooorme habitación

Vistas desde la terraza de mi habitación

Mariposa del tamaño de un gorrión

Duchas y onsen

Rotenburo (onsen en el exterior)

Vistas desde el rotenburo
Cocinero preparando fideos soba

Otros huéspedes, pasándolo pipa en la cena

Empieza el festín, y, cómo no, un puente de mantel

Una de las muchas delicias que como sin tener muy claro lo que es... Esto, además de rico, entra por los ojos

Aquí sí tuve que preguntar si era comestible lo del fondo de la copa. Muy bueno, era una fruta.

Sashimi con una salsa parecida a la mostaza, delicioso.

Juraría que era una croqueta de pescado, sabrosa!
Había más platos, pero, ni saco foto de todo, todo, todo, ni es cuestión de hiper estimular los jugos gástricos del público asistente. Con la muestra vale para describir una buena cena, ¿no?
Buen remate, pues, para una día apacible. La cena me la sirvió un chico muy amable, que intentaba explicarme los platos, mientras que, a la puerta de la cocina, se asomaba de vez en cuando una señora y me miraba con curiosidad. A la mañana siguiente, en el desayuno, su curiosidad ganó a la timidez y se animó a darme conversación, y, de paso, a salir de dudas. Preguntas básicas, como el país de procedencia, o la habitual de qué hacia por Iya y cómo se me había ocurrido aterrizar por ahí, pasando por la típica que te hacen en Japón, pero no en otros países: ¿son estas todas tus vacaciones, o tienes más?, a la que hay que contestar tímidamente, diciendo lo que ellos ya saben, que en Europa tenemos más que las dos semanas japonesas. "Ah, Europa", suspira mi interlocutora. No sé si en venganza, o por lógica circunstancial, pasamos al tema de la crisis.

[Hago aquí un paréntesis: no pretendo ahondar ahora en este tema, y tampoco sé si lo haré en algún momento en este blog. Permitidme, pues, que me limite a la anécdota. Para un debate serio, tenéis a Krugman, Navarro, y un sinfín de desinformación en la prensa convencional.]

Como pude verificar esas dos semanas de mayo en Japón, los periodistas japoneses siguen ampliamente los acontecimientos en Europa, y la señora (trataré de ser educada) Merkel es una presencia inquietante y constante en las noticias. Ocurre que yo, cuando viajo, procuro hacer eso, viajar, y huyo de casi todo lo que tenga relación con mi país, e incluso continente, si es el caso. Salvo en una ocasión, cuando a cambio de mis tristes euros cada vez me daban menos yenes, que me armé de valor para comprobar que todo seguía más o menos en su sitio, el resto del tiempo procuré vivir en una especie de nirvana, que no burbuja, palabra descatalogada hasta nueva orden.

-Y tú, ¿tienes trabajo? Y cuando regreses, ¿seguirás teniendo trabajo?
-Eh, sí... (todo lo asertivo que puede ser un "sí" envuelto en sudor frío)

Aclaremos que, no me cabe la menor duda, la señora no tenía la menor intención de molestar, y que fue todo lo empática posible con Europa. También decir que no es la primera vez, crisis o no, que me hacen preguntas parecidas por allí. Se debe, supongo, a su forma de vivir el trabajo, una filosofía vital a años luz de la europea o la norteamericana.

Desmitificando: no trabajan tanto!

En fin, el ambiente relajado me ayuda a reponerme rápidamente. Mochila recogida, nuevo destino: Takamatsu, o "el lugar donde descubrí que las japonesas no llevan escote y los japoneses no son tan respetuosos como parecía".

lunes, 28 de enero de 2013

Parte 6: Largo y sinuoso camino hacia el valle de Iya

De acuerdo, plagio total de mis reverenciados Beatles. No sé si los de Liverpool se dieron un garbeo por el valle de Iya, pero, visto lo adecuado del título, como si lo hubieran hecho. Sinuoso, escarpado, escondido, intrincado... todo eso, y más, pero, primero, las despedidas.

Hay lugares a los que se llega por primera vez, y ya parece que les perteneces: a las calles, a las caras de los que cruzas al ir a desayunar, a la señora de la tienda de la esquina, que siempre está firme detrás del mostrador, aunque nunca veo ningún cliente. Por eso, a veces tengo que reprimir comentarios como "en Kreuzberg, mi barrio de Berlín", porque realmente sólo estuve allí una semana y sonaría muy pedante, pero, para mí, es mi barrio berlinés. Asakusa es mi barrio de Tokyo, le Marais el de París y Highbury el de Londres. No pasa en todas partes, ni todo son flechazos, hay que ganárselo. Tampoco hay razones objetivas: a menudo sucede que hablas maravillas de "tu barrio" y a quien se lo has contado, se queda indiferente cuando lo visita. Se podrían buscar encantadores símiles más o menos rebuscados (con los novios, por poner un ejemplo). Lo veo innecesario, se me entiende bien, ¿no?
Dicha esta parrafada, es previsible suponer que me dio penita irme de Tokushima. No tengo claro si pena es la palabra: estaba encantada con el día que me esperaba por delante, descubrir una de las zonas menos pobladas de Japón. ¿Hay alguna palabra que, por si sola, describa el sentimiento de cariño hacia un sitio, alegría por haberlo pasado bien en él, y, a la vez, excitación por el día que comienza? En castellano no encuentro, pero en japonés, qué palabra no tendrán en japonés para expresar sentimientos...


De nuevo en la estación de Tokushima
Sol, palmeras... y, qué veo, es King Kong?

Sanae-san expresó los suyos en forma de te y comida para el camino. Muchas sonrisas, reverencias mutuas, risas a carcajadas y un montón de buenos deseos. Le intento explicar el plan del resto del viaje (es la parte fácil en cualquier idioma, nombre de sitios y un par de verbos), cómo no, le parece "sugoi", los japoneses, en general, son muy agradecidos en cuestión de "atracciones" turísticas.
Con todo este subidón, y mi trabajada mochila a modo de joroba, enfilo hacia la estación. El plan es algo así como: coger un trenecito (nada de shinkansen, aquí se va a otro ritmo, que no hay prisa) a algún lugar, digamos que Awa Ikeda, y esperar un rato ahí para coger un autobús hasta Kazurabashi onsen, o lo que es lo mismo, el onsen del puente de Kazura.
Cuando te hablan de un lugar, y lo describen como idílico, escasamente poblado, en plena naturaleza, hay que hacerse a la idea de que desplazarse sin coche propio va a ser complicado, a no ser que tengas todo el tiempo del mundo. Aún no me he topado con ningún diablo dispuesto a hacer pactos, así que descartamos la eternidad como punto a mi favor. El alquiler de vehículo, inalcanzable para mi presupuesto. Y vistas las carreteras, hubiera sudado tinta china conduciendo por la izquierda, con un precipicio a un lado y una pared montañosa al otro, mientras me guiaba por espejos en la vía para ver si se podía dar una curva o venía alguien de frente. Unos héroes, los conductores de autobús del valle.
Se trataba, pues, de hacer números con los yenes y las combinaciones de transporte y, una pena, descartar los cañones de Ōboke y Koboke o el monte Tsurugi para no caer en el stress de "quiero verlo todo". Este es un síndrome que suele atacar a la gente viajera y que yo hago lo posible por evitar. Soy capaz, incluso, de sacrificarme y vaguear una tarde con un libro y unas cervezas, entre chapuzón y chapuzón en un onsen, antes que embarcarme en una especie de ginkana frenética para capturar todos los hitos turísticos. Casi sin darme cuenta, ya he resumido mis dos días en el valle de Iya: onsen, comer, divagar, pasear, leer, onsen, comer. Entremezclado con apuntes del natural, que voy tomando a medida que los caminos se adentran en el valle.
Vaya, fíjate por dónde pasa el tren...



En la estación de Awa Ikeda me espera una muestra más de la costumbre japonesa de usar dibujos infantiles para casi todo (en letreros indicativos, lo más habitual, pero hasta vallas de obra con cara de rana he llegado a ver). Aquí le toca a Anpanman (un bollo de pan metido a héroe) hacer horas extra.




Voy sobrada de tiempo hasta la hora de coger el autobús a Kazurabashi onsen, así que puedo ir a la oficina de turismo enfrente de la estación de tren a aprovisionarme de mapas, y, de paso, comprobar una vez más que la cosa está difícil. En el fondo, me gusta saber que en el hipermega poblado Japón hay zonas donde sólo hay un par de autobuses al día.
Aquí unos viajeros en la sala de espera de la estación de autobuses.



Las tres viajeras (un par de señoras mayores y una gaijin) que finalmente nos embarcamos vamos como niñas entuasiasmadas mirando por los precipicios que se asoman al borde justo de la rueda del autobús. Allí, muy muy allí abajo, el río que formó todo este jaleo (Iya)
Pensaba que no iba a poder echar un vistazo a este Manneken Pis que se vino de Bruselas para ver hasta dónde le llegaba el chorrito, pero, como ya he dicho, aquí prisa, prisa, no hay mucha. O eso o que el conductor necesita descansar de tanta curva, la cuestión es que amablemente nos indica que podemos bajar a sacarnos unas fotos y mirar cara a cara al barranco.



Sea por el descanso o por años de experiencia, consigue llegar a mi destino, un lujoso onsen (lujoso para mis estándares, habrá quien esté acostumbrado), encajado, dónde si no, en una curva del camino.


Estrictas normas de la mayoría de los hoteles en Japón: el check in suele ser tarde, bastante tarde, entre las 14:00 y las 16:00. En algunos casos, aunque vayas a pasar más de una noche, no puedes acceder a tu habitación en toda la mañana. La excusa es la limpieza; ciertamente sólo me he encontrado una vez una habitación sucia, así que habrá que creerse que limpian los tatamis a mano durante horas.
Abandono mi mochila a los cuidados de la recepcionista para, mmmmm, veamos, qué se podrá hacer en un lugar de nombre Kazurabashi...



Este es el puente Kazura. Cuentan las leyendas... cuentan varias versiones, probablemente ninguna del todo cierta. La que más abunda en los folletos nos lleva al siglo XII, cuando el clan Heike se retira al valle del Iya al perder contra el clan Genji en las batallas Genpei. En su huida, construyeron estos puentes de lianas para poder cortarlos fácilmente en caso de que fueran perseguidos. Si tiramos por el lado religioso, nos retrotraemos al siglo VIII, cuando Kobo Daishi, el fundador de la secta budista Shingon, construyó este y otros puentes para ayudar a la gente del valle a mejorar sus comunicaciones. Sea como fuere, hoy en día, por 500 yenes de nada, puedes cruzar uno de estos puentes legendarios.



No soy nada amiga del riesgo gratuito, así que me aseguro de que las lianas estén sólidamente fijadas a los troncos que las soportan en los extremos del puente.



Parece una tontería, y de hecho una excursión de ancianitos ha desfilado en alegre tropel unos minutos antes, pero, cómo lo diría yo, ¡mi pie del 39 podría deslizarse sin problema por cualquiera de esos huecos!




Ufffffffff, ¡tierra firme! Ahora a degustar la gastronomía local para recuperar fuerzas.



He aquí otro de los supuestos atractivos del lugar: una bonita cascada...



A la que, convenientemente, le han plantado un chiringuito al lado.



Esto sí es un buen rincón, la cuenca del río nos acoge a mi libreta y a mí durante horas. Rocas azules pulidas por corrientes milenarias, agua deliciosa, estruendosamente clara y musical, pasa bajo el puente cumpliendo un eterno peregrinaje.



Poesía podría ser también bañarse en un onsen suspendido en lo alto de la montaña. Para subir a él, desde la parte trasera del hotel, hay que utilizar esta especie de mini funicular. Chapuzón al atardecer con un grupo de señoras, que no pueden evitar mirarme de reojo para comprobar que cumplo: la ropa en la cesta, las zapatillas fuera, la ducha previa. Sí, ya me lo he aprendido.



Cena con sorpresa: primero una cantante y, para que nadie se aburra, el cocinero nos explica como preparar unos fideos soba con verduras (conservo la receta, por si alguien quiere)


Parte de la cena se va preparando en el irori, este fuego bajo alrededor del cual se sirven los platos.



Quién lo diría, pero a la mañana siguiente, me queda hambre para desayunar. Tanto baño, tanto paseo, ¡hay que alimentarse!
Comienza así otro día de vagoneo premeditado y alevoso en el valle de Iya. Detalles, fotos y mucho más, en la siguiente entrada:
"Parte 7: vagueando en el valle de Iya. Y tú, ¿tienes trabajo?"