lunes, 28 de enero de 2013

Parte 6: Largo y sinuoso camino hacia el valle de Iya

De acuerdo, plagio total de mis reverenciados Beatles. No sé si los de Liverpool se dieron un garbeo por el valle de Iya, pero, visto lo adecuado del título, como si lo hubieran hecho. Sinuoso, escarpado, escondido, intrincado... todo eso, y más, pero, primero, las despedidas.

Hay lugares a los que se llega por primera vez, y ya parece que les perteneces: a las calles, a las caras de los que cruzas al ir a desayunar, a la señora de la tienda de la esquina, que siempre está firme detrás del mostrador, aunque nunca veo ningún cliente. Por eso, a veces tengo que reprimir comentarios como "en Kreuzberg, mi barrio de Berlín", porque realmente sólo estuve allí una semana y sonaría muy pedante, pero, para mí, es mi barrio berlinés. Asakusa es mi barrio de Tokyo, le Marais el de París y Highbury el de Londres. No pasa en todas partes, ni todo son flechazos, hay que ganárselo. Tampoco hay razones objetivas: a menudo sucede que hablas maravillas de "tu barrio" y a quien se lo has contado, se queda indiferente cuando lo visita. Se podrían buscar encantadores símiles más o menos rebuscados (con los novios, por poner un ejemplo). Lo veo innecesario, se me entiende bien, ¿no?
Dicha esta parrafada, es previsible suponer que me dio penita irme de Tokushima. No tengo claro si pena es la palabra: estaba encantada con el día que me esperaba por delante, descubrir una de las zonas menos pobladas de Japón. ¿Hay alguna palabra que, por si sola, describa el sentimiento de cariño hacia un sitio, alegría por haberlo pasado bien en él, y, a la vez, excitación por el día que comienza? En castellano no encuentro, pero en japonés, qué palabra no tendrán en japonés para expresar sentimientos...


De nuevo en la estación de Tokushima
Sol, palmeras... y, qué veo, es King Kong?

Sanae-san expresó los suyos en forma de te y comida para el camino. Muchas sonrisas, reverencias mutuas, risas a carcajadas y un montón de buenos deseos. Le intento explicar el plan del resto del viaje (es la parte fácil en cualquier idioma, nombre de sitios y un par de verbos), cómo no, le parece "sugoi", los japoneses, en general, son muy agradecidos en cuestión de "atracciones" turísticas.
Con todo este subidón, y mi trabajada mochila a modo de joroba, enfilo hacia la estación. El plan es algo así como: coger un trenecito (nada de shinkansen, aquí se va a otro ritmo, que no hay prisa) a algún lugar, digamos que Awa Ikeda, y esperar un rato ahí para coger un autobús hasta Kazurabashi onsen, o lo que es lo mismo, el onsen del puente de Kazura.
Cuando te hablan de un lugar, y lo describen como idílico, escasamente poblado, en plena naturaleza, hay que hacerse a la idea de que desplazarse sin coche propio va a ser complicado, a no ser que tengas todo el tiempo del mundo. Aún no me he topado con ningún diablo dispuesto a hacer pactos, así que descartamos la eternidad como punto a mi favor. El alquiler de vehículo, inalcanzable para mi presupuesto. Y vistas las carreteras, hubiera sudado tinta china conduciendo por la izquierda, con un precipicio a un lado y una pared montañosa al otro, mientras me guiaba por espejos en la vía para ver si se podía dar una curva o venía alguien de frente. Unos héroes, los conductores de autobús del valle.
Se trataba, pues, de hacer números con los yenes y las combinaciones de transporte y, una pena, descartar los cañones de Ōboke y Koboke o el monte Tsurugi para no caer en el stress de "quiero verlo todo". Este es un síndrome que suele atacar a la gente viajera y que yo hago lo posible por evitar. Soy capaz, incluso, de sacrificarme y vaguear una tarde con un libro y unas cervezas, entre chapuzón y chapuzón en un onsen, antes que embarcarme en una especie de ginkana frenética para capturar todos los hitos turísticos. Casi sin darme cuenta, ya he resumido mis dos días en el valle de Iya: onsen, comer, divagar, pasear, leer, onsen, comer. Entremezclado con apuntes del natural, que voy tomando a medida que los caminos se adentran en el valle.
Vaya, fíjate por dónde pasa el tren...



En la estación de Awa Ikeda me espera una muestra más de la costumbre japonesa de usar dibujos infantiles para casi todo (en letreros indicativos, lo más habitual, pero hasta vallas de obra con cara de rana he llegado a ver). Aquí le toca a Anpanman (un bollo de pan metido a héroe) hacer horas extra.




Voy sobrada de tiempo hasta la hora de coger el autobús a Kazurabashi onsen, así que puedo ir a la oficina de turismo enfrente de la estación de tren a aprovisionarme de mapas, y, de paso, comprobar una vez más que la cosa está difícil. En el fondo, me gusta saber que en el hipermega poblado Japón hay zonas donde sólo hay un par de autobuses al día.
Aquí unos viajeros en la sala de espera de la estación de autobuses.



Las tres viajeras (un par de señoras mayores y una gaijin) que finalmente nos embarcamos vamos como niñas entuasiasmadas mirando por los precipicios que se asoman al borde justo de la rueda del autobús. Allí, muy muy allí abajo, el río que formó todo este jaleo (Iya)
Pensaba que no iba a poder echar un vistazo a este Manneken Pis que se vino de Bruselas para ver hasta dónde le llegaba el chorrito, pero, como ya he dicho, aquí prisa, prisa, no hay mucha. O eso o que el conductor necesita descansar de tanta curva, la cuestión es que amablemente nos indica que podemos bajar a sacarnos unas fotos y mirar cara a cara al barranco.



Sea por el descanso o por años de experiencia, consigue llegar a mi destino, un lujoso onsen (lujoso para mis estándares, habrá quien esté acostumbrado), encajado, dónde si no, en una curva del camino.


Estrictas normas de la mayoría de los hoteles en Japón: el check in suele ser tarde, bastante tarde, entre las 14:00 y las 16:00. En algunos casos, aunque vayas a pasar más de una noche, no puedes acceder a tu habitación en toda la mañana. La excusa es la limpieza; ciertamente sólo me he encontrado una vez una habitación sucia, así que habrá que creerse que limpian los tatamis a mano durante horas.
Abandono mi mochila a los cuidados de la recepcionista para, mmmmm, veamos, qué se podrá hacer en un lugar de nombre Kazurabashi...



Este es el puente Kazura. Cuentan las leyendas... cuentan varias versiones, probablemente ninguna del todo cierta. La que más abunda en los folletos nos lleva al siglo XII, cuando el clan Heike se retira al valle del Iya al perder contra el clan Genji en las batallas Genpei. En su huida, construyeron estos puentes de lianas para poder cortarlos fácilmente en caso de que fueran perseguidos. Si tiramos por el lado religioso, nos retrotraemos al siglo VIII, cuando Kobo Daishi, el fundador de la secta budista Shingon, construyó este y otros puentes para ayudar a la gente del valle a mejorar sus comunicaciones. Sea como fuere, hoy en día, por 500 yenes de nada, puedes cruzar uno de estos puentes legendarios.



No soy nada amiga del riesgo gratuito, así que me aseguro de que las lianas estén sólidamente fijadas a los troncos que las soportan en los extremos del puente.



Parece una tontería, y de hecho una excursión de ancianitos ha desfilado en alegre tropel unos minutos antes, pero, cómo lo diría yo, ¡mi pie del 39 podría deslizarse sin problema por cualquiera de esos huecos!




Ufffffffff, ¡tierra firme! Ahora a degustar la gastronomía local para recuperar fuerzas.



He aquí otro de los supuestos atractivos del lugar: una bonita cascada...



A la que, convenientemente, le han plantado un chiringuito al lado.



Esto sí es un buen rincón, la cuenca del río nos acoge a mi libreta y a mí durante horas. Rocas azules pulidas por corrientes milenarias, agua deliciosa, estruendosamente clara y musical, pasa bajo el puente cumpliendo un eterno peregrinaje.



Poesía podría ser también bañarse en un onsen suspendido en lo alto de la montaña. Para subir a él, desde la parte trasera del hotel, hay que utilizar esta especie de mini funicular. Chapuzón al atardecer con un grupo de señoras, que no pueden evitar mirarme de reojo para comprobar que cumplo: la ropa en la cesta, las zapatillas fuera, la ducha previa. Sí, ya me lo he aprendido.



Cena con sorpresa: primero una cantante y, para que nadie se aburra, el cocinero nos explica como preparar unos fideos soba con verduras (conservo la receta, por si alguien quiere)


Parte de la cena se va preparando en el irori, este fuego bajo alrededor del cual se sirven los platos.



Quién lo diría, pero a la mañana siguiente, me queda hambre para desayunar. Tanto baño, tanto paseo, ¡hay que alimentarse!
Comienza así otro día de vagoneo premeditado y alevoso en el valle de Iya. Detalles, fotos y mucho más, en la siguiente entrada:
"Parte 7: vagueando en el valle de Iya. Y tú, ¿tienes trabajo?"

martes, 4 de septiembre de 2012

Parte 5: de China a Brasil, pasando por Portugal

 

 

Llegamos al tercer día en territorio japonés, y llega también el temido momento en que hay que asumir la realidad: el benpi ha ganado a la medicina occidental. Os ahorraré la búsqueda: benpi quiere decir estreñimiento, tomad nota si viajáis a Japón, os puede ser muy útil la palabrita.

Cierto, el benpi es común cuando se viaja, da igual a dónde. No es así en mi caso, es un problema que no suelo tener. De ahí que, el año pasado, en mi anterior viaje a Japón, me pillase totalmente desprevenida. Después de llevar ya dos semanas en el país, sin notar alteración alguna en mis funciones vitales, me cargué la mochila a cuestas para hacer el Kumano Kodo en la península de Kii Tanabe. El alojamiento estaba previamente concertado, junto con las comidas. Cómo no, en mi afán por vivir una experiencia japonesa total, pedí los menús tradicionales, en los que el arroz es la fuente de hidratos principal. Resumiendo y sin entrar en detalles escabrosos, digamos que mi aparato digestivo no estaba preparado, y las cuestas se me hacían aún más empinadas. Que nadie se asuste ni se lleve a error, en Japón se puede encontrar todo tipo de comida... si estás en una ciudad, no si te pasas el día en el bosque y sólo sales de él para dormir en alguna minúscula aldea (minúsculas pero una gozada, por otra parte)

Vistos los precedentes, y como tampoco estaba dispuesta a renunciar a unos buenos onigiris, esta vez iba cargada con medicina occidental para el benpi. Pasados tres días, sólo hay un diagnóstico posible: fracaso total.Y sólo hay una solución posible: ir a una farmacia y comentar estos agradables temas con un completo desconocido en un idioma extraño. ¡Grandes remedios para grandes males!

Reunidas fuerzas en la cafetería habitual, me doy un paseo por Tokushima atenta al símbolo internacional de farmacia (en efecto, aquí también tienen una cruz verde, no todo va a ser indescifrable), y, por si acaso, he repasado los kanjis de Kusuriya (薬屋). Llevada por la poderosa fuerza de la necesidad, entro en el primer sitio en el que veo el kanji 薬 (medicamento), aunque no tenga la pinta habitual de una farmacia japonesa (similares a las de aquí, algo más llenas de productos y colorido) sino que más bien parece la consulta de un médico, con muebles de madera y mesa para atender al paciente, donde se administra medicina china, (llamada kanpo igaku 漢方 医学, es una adaptación japonesa de la antigua medicina tradicional china) muy popular en Japón. Respiro hondo y ¡a la carga, que no se diga!:

-Konnichiwa, chotto BENPI ga arimasu.

Pido disculpas a mis senseis, seguro que no se dice ni parecido, pero me entendió, porque empezó a asentir con una risilla nerviosa y un montón de balbuceos. Ahora es cuando entramos en la descripción del farmacéutico: bajito, con gafitas, bata blanca y toda la pinta de científico de tebeo. Pero majísimo, eficaz y con un inglés de superviviencia que nos vino genial. Cuando al hombre se le pasó el primer sofoco, se aseguró de que yo sabía lo que estaba diciendo y pasamos a la descripción de la gravedad del problema, para así poder administrarme la dosis adecuada de medicina milagrosa. Acordamos que el caso era "raito" (light), y que con una o dos pastillas al día bastaba. Este es el producto, que tomé con fe ciega y que, esto sí que sí, funcionó:

Cumplida su misión de facilitarme la vida, pasamos a las preguntas de cortés curiosidad: de dónde soy, qué voy a visitar en Japón, lo típico. No tan típica es su reacción cuando le digo que soy de Bilbao, y, en vez de ilustrarme con el resultado del último partido del Athletic (club de fútbol local, que me ha dado tema de conversación en medio mundo, y eso que no es lo mío ni de lejos), exclama:

-Bilbao, iron!

Iron, sí, hierro, conoce Bilbao por el hierro. No digo yo que no fuera uno de los motores de la economía vasca, pero en el siglo XIX y primera parte del XX. Y, aún así, no acabo de imaginarme la conexión con un farmacéutico de Tokushima. ¿Alguien conoce el hilo conductor? ¿Viviré para siempre con esta intriga?

Mientras se soluciona el enigma, seguimos con el resto de la jornada. La idea era ir a ver los remolinos de Naruto, ciudad al lado de Tokushima, o pegada a ella, más bien. El momento propicio para ver los remolinos es con el cambio de la marea, mejor con la marea baja que con la alta. En mi caso, ese día sólo podía ir a la hora de la marea alta, las horas de las bajas no me cuadraban, y eso significaba las tres de la tarde. En la oficina internacional de Tokushima, en el edificio de la estación principal, una chica muy solícita me empapela a folletos, mapas y horarios de autobuses para ir a Naruto. ¿Qué se puede hacer en Tokushima durante la mañana? Muchas cosas, seguro, pero en este caso, la resolución de: Ko+monte Bizan, sólo puede ser = subir.

El monte Bizan es la referencia de Tokushima, desde él hay unas vistas estupendas (si no hay niebla y lluvia, como fue el caso) y en su cima hay un parque y un museo dedicado al portugués Wenceslao Moraes. Para subir al monte, y, sin que sirva de precedente, me decanté por la opción funicular. Estaba lloviznando y el sendero (supongo que era el sendero, no entendía ni un cartel) patinaba bastante. En esos casos, suelo visualizar el titular " Turista occidental herida al intentar subir por un empinado sendero en sandalias", lo que me produce una inmediata reacción de vergüenza y busco la alternativa más discreta.

El funicular se coge en la quinta planta del Awaodorikaikan (lo visitaré por la noche, cada cosa a su tiempo, Ok?), y al lado de este simpático templo. ¡Qué mejor que un buen torii para empezar la mañana!

 

 

Funicular y vistas de Tokushima:
 

 

No se ve mucho, una pena. Aún menos a medida que subimos:

 

Esto es lo que espera escondido entre las nieblas:

 

¿Una pagoda? No parece muy japonesa...

 

La pagoda, en efecto, no es japonesa, sino birmana. Soldados japoneses que estuvieron en Birmania, a su vuelta a Japón, la construyeron al estilo birmano. Esto me lo explica el guía del museo, esto, y la vida, obra y milagros del famoso Wenceslao.

Como no todo es wiki en este mundo, os hago un resumencillo de lo que vi y me contó en el museo: Wenceslao de Moraes era un marino portugués que fue cónsul de su país en Kobe a finales del siglo XIX. Para que nos situemos, Kobe era uno de los puertos japoneses con más contacto con Occidente, y geográficamente cerca de Tokushima, al nordeste. Wenceslao se casó con una bella geisha de Tokushima (lo era, vi la foto). Ella hablaba maravillas de su ciudad natal, aunque no tuvieron oportunidad de disfrutarla juntos, porque murió tempranamente (¿es posible morir tarde?) a causa de una enfermedad del corazón. Tras su muerte, Moraes dejó el consulado y se fue a Tokushima, donde permaneció hasta su fallecimiento. El tiempo que le quedó lo entretuvo en casarse con una sobrina de su mujer (a la que también sobrevive, ya que esta muere de tuberculosis) y en escribir artículos y libros sobre Japón, Tokushima en especial y sobre su amor por estas dos mujeres. El museo está simpático, con libros, fotos y objetos personales del cónsul, e incluso con alguna botellita de Oporto, para dar ambiente. Un personaje interesante, y un hombre con ideas y sentimientos apasionados. Si tenéis curiosidad, un vistazo por internet os puede dar para un buen rato de lectura. En cualquier caso, es un ejemplo de una época que parece desaparecida, la de los viajes románticos, al estilo del Gran Viaje que los jóvenes aristócratas europeos daban por Italia, Grecia o España, o más tarde, como Moraes en el XIX, a destinos en Asia o África, a mundos y gentes de los que apenas tenían referencias.

Con un suspiro en el alma, vuelvo a la estación de Tokushima para coger el autobús que, supuestamente, me iba a llevar a ver los famosos remolinos de Naruto. El "supuestamente" os habrá dado la pista para adivinar que la cosa no fue tan fácil. La información que me dieron en la oficina internacional no era la correcta, por lo que, el autobús al que me subí, tampoco. Realmente, aparecí en la típica anécdota de viajes: "me confundí y una gente muy amable...". En efecto, llegué a alguna parte de Naruto que no era donde quería llegar y unas chicas me metieron en otro autobús para ir a donde sí quería llegar. Lamentablemente no puedo dar muchas más precisiones. ¡El día que domine el japonés los viajes serán muy aburridos!

De los remolinos en sí, no gran cosa que contar, llegué un poquito tarde, el día seguía brumoso y tristón, y, lo dicho, el efecto de las corrientes debe de ser más espectacular con la marea baja.

 

Esto no es un bonito intento de foto artística en blanco y negro, el tiempo y el mar estaban así, fundidos. ¿Habrá algún ser que salte del mar y trepe por la niebla? Miré, pero no lo vi.

Para ver los remolinos hay dos opciones: desde un barco en medio del meollo:

O desde este puente:

 

 

 

En el suelo de puente hay unas cristaleras para observar de primera mano el fenómeno. Esto es lo que vi:

No parece gran cosa, la verdad. Yo, al menos, esperaba algo diferente, pero, como ya he dicho, hay que ir a la hora y en el momento exacto de la marea. Según el folleto, había que ver esto:

Para volver a Tokushima acerté a la primera (fácil, sólo hay una parada de autobuses al lado del puente) y tuve suerte de coger el último, que era sorprendentemente pronto, creo que antes de las 5 de la tarde. Con tiempo de sobra para, ya en Tokushima, asistir a una representación del Awa Odori en su edificio, el Awaodorikaikan. Por supuesto, quien todo lo sabe tiene información sobre esta danza (http://en.wikipedia.org/wiki/Awa_Dance_Festival). Como danza muy antigua que es, no está muy claro ni el momento exacto de su origen, ni el porqué. Al parecer, las gentes de las regiones de Tokushima tradicionalmente disfrutaban bailando el Bon Odori, pero fue a partir de la llegada al poder del daimyo Hachisuka en 1586 cuando adquirió cierta oficialidad. El nombre de Awa Odori se le puso en 1920. La canción también tiene lo suyo:

踊る阿呆にOdoru ahou niThe dancers are fools
見る阿呆Miru ahouThe watchers are fools
同じ阿呆ならOnaji ahou naraBoth are fools alike so
踊らな損、損Odorana son, sonWhy not dance?

 

A esta canción se acompañan gritos sin valor semántico, tan solo para animar o mantener el ritmo.

Es muy popular en todo Japón, y a mí me enamoró, encandiló, entusiasmó... Esto sí que me pareció absolutamente sugoi (maravilloso). A pesar de que el festival del Awa Odori se celebra en agosto, en el Awaodorikaikan se puede disfrutar de esta danza varias veces al día, en representaciones a cargo de distintas escuelas de baile locales, que, digamos, "ensayan" frente al público, con música en vivo. También se puede participar y recibir una clase en el escenario, con premio a los alumnos más aventajados (no, no participé, pero me encantaría hacerlo alguna vez)

Vamos a ver qué os parece:

 


Por si os animáis, ahí va la clase de danza:

 

Tras zafarme de un empresario que me tenía que contar algo seguramente fascinante y de gran interés (más para él, creo) volví al hotel, agotada como siempre y pensando en mi ofuro. Quien, casi seguro, estaba pensando en mí era Sanae-san. En cuanto entré por la puerta me encasquetó a un barbudo occidental más sudoroso y cansado que yo, y, decididamente, con muchas ganas de hablar en su lengua materna.

El nuevo huésped acababa de finiquitarse el Henro 88, una etapa más en el recorrido físico y vital que le había llevado de Brasil a México, y de ahí al Camino de Santiago, donde oyó hablar del Henro 88. Lo que vendría a ser un juego de la oca por el globo terráqueo, le había colocado en la casilla Tokushima Station Hotel sin mucha idea de por dónde tirar. Si lo que le guiaban eran las coincidencias y las casualidades, le di unas cuantas pistas de peregrinaciones, islas y lugares comunes. Ni siquiera me senté, nada más presentarnos empezó a hablar y hablar, sin acelerarse pero sin pausa, una cascada verbal en la que me contó lo que le había pasado por la cabeza y el corazón para salir al mundo, un ejemplo de ese momento que yo llamo "sentirse como Forrest Gump": lo único que parece tener sentido es correr (o andar, eso es cuestión de gustos), andar, correr, andar, a donde te lleve el camino, cualquiera que este sea.

Buffffffff, ha sido un día largo, emocionante, divertido, conmovedor. Mañana, el remoto valle de Iya, los onsen, las montañas... Eso será otra historia, como decía Tolkien.

 

viernes, 24 de agosto de 2012

Parte 4: Henro por un día (continuación)

Ahora sí, por fin a caminar! Después de haberme pasado un par de días encajada en asientos de avión, mis piernas necesitaban kilómetros de apacibles sendas. No va a ser así exactamente en este recorrido, que es bastante urbano, pero lo disfruté muchísimo.

El primer templo del recorrido es el Ryōzen-ji. Fácil de encontrar al salir de la estación de Bandō, según todas las indicaciones, pero mi precipitación por empezar a andar y a ver cosas hizo que me despistase un poco. Mejor, así tuve la oportunidad de preguntarle a una encantadora señora por la dirección correcta. Parece que, por algún milagro lingüístico, acerté a entender las explicaciones. No sé si he comentado ya que estudio japonés desde hace, digamos, algunos años, poquísimos en comparación con los que me faltan para poder decir que hablo japonés. De momento, "hablo japonés" de supervivencia, aunque a veces tengo conversaciones con inteligentísimos interlocutores que aciertan a remarcarme la palabras clave para que les entienda. Este fue el caso, y he aquí el templo:

 

 
Como se puede apreciar en la foto (a duras penas, ya dije que no soy fotógrafa, pero intento hacerlo lo mejor posible), en la entrada hay un maniquí vestido con el atuendo "oficial" del peregrino, atuendo, que, con diversas adaptaciones, adoptan la mayoría de los peregrinos.
Tanto en este como en el resto de los templos que recorrí había visitantes, peregrinos a pie o en coche. Los jardines, los peces, niños jugando y jizos vestidos con gorros y baberos, todo daba un ambiente cuasi bucólico de sonrisas pacíficas y amables saludos. Me sorprendí al ser saludada por un grupo de escolares de unos 4 o 5 años, que estaban de excursión acompañados por un batallón de adultos responsables (aproximadamente cuatro veces el personal que atendería a la misma cantidad de niños en Europa, un ratio que se repite en casi todos los locales de atención al público en Japón). Lo mismo me pasó cuando un visitante a un templo me hizo un saludo con profunda reverencia. Tal vez sentían cierto orgullo al ver a una extranjera interesada en su cultura. Fuera así o no, para mí era muy agradable, me hacía sentir más viajera que turista. Aunque creo que ser lo uno, o lo otro, es más una cuestión de actitud personal, el poder comunicarte hace que el viaje sea mucho más que una simple colección de postales.
 
 
 
 
 
La jornada avanza entre campos de arroz, templos, hermosas viviendas tradicionales (no siempre japonesas) y alguna que otra curiosidad. Cierto que se trataba de caminar entre templos budistas, pero difícil será que yo me resista a desviarme hacia un torii. Estas puertas de entrada a los templos shintoíntas me fascinan desde antes de verlas en vivo. A veces aparecen gigantescas e imponentes en su color bermellón; otras son pequeñas, en un cruce de calles o en el jardín de una casa, de cemento, blancas, amarillas, naranjas. Esta se asomó entre los árboles, una tímida pero irrechazable invitación.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
¿Y esto? ¿Casas con entramado de madera? ¿Tanto he caminado que ahora estoy en Alemania? Al parecer, la explicación viene de la Primera Guerra Mundial, cuando Japón tomó ciertos territorios de Asia que estaban bajo el dominio alemán y, a consecuencia de esa conquista, retuvo a varios prisioneros alemanes en Naruto, donde se les permitió vivir con relativa libertad. Actualmente hay un museo y un parque conmemorativos.
 
 
Algunas de las fotos que hago tienen una historia más allá del "qué bonito". Y, a veces, se sacaría hasta una novela:
La casa pluscuamperfecta. Los árboles milimétricamente esculpidos, ni una teja movida o con líquen, todo donde, cuando y como debería estar. Qué miedo, no sé si me atrevo a imaginarme lo que pasará dentro de semejante decorado!
 
 
Aquí no lo tenía tan claro. ¿Violencia, juego, hastío, capricho? ¿Un castigo al columpio? O quizás, él mismo, abrumado por la herrumbre, haya decidido que ya no quiere dar más vueltas.
 
 
Sin palabras me quedé al ver las cabezas de los maniquíes. ¿Un descuido, o el producto de un extraño sentido del humor? Me hizo gracia, y a una mujer que me miraba mientras yo miraba las cabezas, también.
 
 
Los indicadores del Henro me devuelven a la realidad:
 
 
Las flechas rojas del henro michi (へんろ 道) me han llevado a Gokuraku-ji, Konsen-ji, Dainichi-ji, y, como final de esta etapa, el interesante Jizō-ji, donde se puede admirar la colección de estatuas de los 500 discípulos de Buda. En la taquilla hay una pareja de ancianos (muy, muy ancianos, quiero creer que son voluntarios, a menudo me sorprende la edad de algunos trabajadores en este país). Les pido una entrada en mi mejor japonés, pero eso no dulcifica en absoluto a la mujer, que me hace sentir como una diablesa extranjera y me gruñe el precio. Él, en cambio, me mira como si hubiese visto la aparición de alguna de las estatuas. ¿Son cosas mías, o le ha chocado ver una mujer sola y balbuceando en japonés? Nunca lo sabré, una pena.
 
Con un sentimiento similar a la satisfacción por el deber cumplido, ahora que ya he llegado al final de la etapa, me deleito paseando por las galerías del templo entre las 500 estatuas. A diferencia de los abarrotados templos de Kyoto, aquí estoy absoluta y completamente sola, así que tengo que apañármelas como una valiente con las amenazadoras miradas de algunos de los discípulos, fieros animales agazapados, juegos de sombras y crujir de madera. No hay mucha luz, así que mi cámara compacta automática no puede hacer gran cosa, esta foto es lo mejor que obtengo de ella.
 
 
Con hambre de ofuro, busco el camino de vuelta a Tokushima y a la charla con Sanae-san. Mañana quiero ir a ver los remolinos de Naruto, y puede que "caiga" alguna cosilla más... Estoy cansada, hay pocos autobuses para volver y no me quiero equivocar, así que vuelvo a hacer prácticas de japonés, y menos mal, porque no me había puesto en la parada adecuada. Aquí, como en cualquier parte del mundo, es fácil encontrar gente amable dispuesta a ayudar. Un alivio al sentarme en el autobús y dejarme llevar hasta la estación del tren; la voz que anuncia las paradas, las conversaciones de los viajeros, todo unido me resulta una música deliciosa, con el gusto de un higo maduro saboreado bajo su árbol en una espesa tarde de verano. Si me quedo dormida, ¿tendré pesadillas con estatuas que cobran vida?
 

jueves, 23 de agosto de 2012

Parte 3: Henro por un día



Una de los planes que tenía para hacer en Shikoku era el Henro 88, al menos probar un poco, una etapa por la zona de Tokushima.
El Shikoku Henro (四国遍路) es un peregrinaje por 88 templos budistas de la isla de Shikoku. Al parecer, es muy popular, yo al menos vi muchos peregrinos, tanto el día que estuve camuflada como tal, como otros días en la isla. De hecho, alguna vez pensé que eran los mismos, una extraña persecución de tipos con sombrero de paja... el vestuario del henro, como se puede ver en las fotos, puede llevar a confusión.



Con los de la primera foto me crucé el día del henro... Y con los siguientes (o son los mismos?) en Takamatsu, varios días después!



Tokushima viene a ser uno de los puntos de partida y finalización más habituales. En una de las oficinas de información turísitica, a la derecha al salir de la estación, te dan un mapa en inglés bastante completo, con información de todos los templos, datos sobre el budismo y algunos consejos básicos. Por ejemplo, si vas con mochila, tal vez quieras dormir en un parque o en una estación (será por eso que hay cojines en las estaciones de tren?). Realmente, esto lo acabo de ver ahora, al repasar el folleto. Lo de los cojines me tenía intrigada, le daban a las salas de espera cierto aire a casa de abuela, pero sin abuela, con un melancólico tono de abandono. En cualquier caso, es una pena, de haberlo sabido antes me hubiera ahorrado unos yenes.


En cualquier caso, el peregrinaje no implica, al menos en mi caso, sacrificios extras, así que para empezar el día me lancé de cabeza al Starbucks de turno a por un buen café y un bollo. Lo del bollo, que antes eran inocentes pastelitos, con un sencillo nombre descriptivo de sus cualidades (bollo de canela, muffin de arándanos) ahora se ha convertido en una pérfida trampa calórica, al añadirle un taimado apellido numérico. ¿Por qué me ponen cuántas calorías tiene un bollo de canela? ¿Qué tienen contra ese bollo? Y, aún más chocante, por qué es necesaria esa sobreinformación en un país donde el sobrepeso es una muy rara avis? Aún así, me lo comí, la tentación me pudo más.
Siempre que entro a un Starbucks en Japón me acuerdo de las explicaciones de Reiko san (mi primera profesora de japonés) sobre la cadena en cuestión, antes de mi primer viaje, y de cómo yo le insistía que no, que no iba a ir a por comida occidental, que si voy a un sitio como lo que se come allí, sin problema. No me imaginaba lo occidental que puedo ser, sobre todo para desayunar. A mi favor que, quien llena estas cafeterías son japoneses, así que, en el fondo, también forma parte de la cultura local.
Se podría pensar que lo mío con esto de los desayunos es puro vicio o capricho. Juzgad vosotros mismos. Este es un desayuno japonés estandar: sopa de miso, pescado frito, encurtidos, algas, verduritas, tofu, arroz... , delicioso, sin duda, pero mi estómago está educado en el café, el bollo, la magdalena. Si puedo, me provisiono de mi dosis diaria de azúcares e hidratos, con numeración incluida. Cuando no he podido, también encantada, hay que saber adaptarse con rapidez.
Otro punto a favor de la multinacional, mal que me pese, es que los condenados de ellos saben dónde instalar sus cafeterías. Cómodos butacones con vistas a una salida de una estación o un cruce de calles concurrido, donde poder repanchingarte, y observar y sacar conclusiones sobre el paisanaje (erróneas, casi siempre)
Este es el caso, vistas a la salida de la estación principal de Tokushima, y, libreta en ristre, anoto casi todo lo que pasa por mi cabeza, algo útil para recordar y para no acabar hablando sola. Una especie que me hace reflexionar especialmente son las salary-women, un término que, por lo que he indagado en google, no parece existir para el género femenino, y sí en cambio para el masculino. Ellas, ajenas o no a esta anomalía, desfilan uniformadas en sus trajes oscuros, rostro decidido unas veces, absortas mirando al suelo en otras. Ellas son, casi siempre, muy jóvenes o muy mayores; hay una franja de edad que desaparece tras alguna misteriosa cortina (familia, quizás). No juzgo, tomo apuntes del natural.

Vuelvo al mundo de edulcorado relax de la cafetería. Otros peregrinos se acercan por el local, veo que no estaré sola por esos caminos de Buda. Todo tiene un fin, incluso los capuccinos "grande", así que habrá que ponerse en marcha. El mapa de los 88 templos está bien, pero poco práctico para guiarse en una etapa de un día. La solución, eficaz y de muy poco peso, unas fotos en el smartphone de las páginas correspondientes de la Lonely:


Obediente a las instrucciones, espero al tren. No sé por qué me da que este es el andén correcto...





Mares de arroz me dan un espéctaculo desde el tren. Aún sin saber que me voy a pasar el día caminando entre ellos, la cámara no da abasto:



Arroz desde el parking hasta el borde del asfalto, desde la puerta de casa hasta las vías del tren, arroz, arroz. Como en otros momentos, esa sensación de que, en Japón, poco se improvisa y nada se desperdicia.
Estas y otras muchas divagaciones acaban al llegar a Bandō. Es la hora, por fin, de empezar a peregrinar. En la estación saco foto de otro par de mapas (nunca sobran).

Pues parece que ya sólo queda empezar a andar, no? Nos vemos en la siguiente entrada!